Hay carreras que se definen por segundos y cada vez son más comunes. Hay otras que, a pesar de su peso específico y el nivel de sus rivales, ofrecen competencia menos abierta y tienen un gran dominador. Por lo general el Tour de Francia tiende a ser así, y en su historia acumula corredores que dominan por bloques de varios años. Louison Bobet, Jacques Anquetil, Eddy Merckx, Bernard Hinault, Miguel Indurain, un corredor al que le borraron siete triunfos consecutivos por dopado, Alberto Contador y Cristopher Froome. Todos en esos grandes bloques.
Al final del Tour 2021 parecía que el siguiente nombre era Tadej Pogacar, pero muy pocos pueden estar de acuerdo tras la paliza que sufrió este martes en la única contrarreloj de la carrera más importante del año ciclístico. No por él, claro, que igual le sacó más de un minuto a su más inmediato perseguidor. Sino por el de adelante: el ganador vigente, Jonas Vingegaard, que hizo en 22 kilómetros lo que hace mucho tiempo no se veía, ni con etapas al cronómetro del doble de longitud.
Para ir a una etapa al cronómetro con ventajas similares toca remitirse a 1994, con lo que eso implica: un Piotr Ugrumov que sacó 1:38 a Marco Pantani y más de 3 minutos a Indurain en una contrarreloj que tenía 47 kilómetros de distancia y un puertazo como Avoriaz en medio. Hoy, en el segunda de Domancy y en la mitad de la distancia, Vingegaard hizo lo mismo que tan ilustres antecesores como Ugrumov y Pantani.
A Pogacar lo mandó a 1:38, lanzando un golpe de nocaut que los pellizcos que había dado el esloveno no puede resolver. El tercero, su compañero de equipo Wout van Aert, se fue ya por encima de los 2:30. El quinto, Simon Yates, quedó a 2:58 y el resto del Tour pasó de los 3 y 4 minutos. Diferencias que se entendían en los tiempos de Indurain y sus etapas de contrarreloj de más de una hora (Ugrumov, en la etapa citada, gastó 1:22:59). No en menos de 33 minutos, los que gastó Vingegaard para ir de Passy a Combloux.
Lo de Vingegaard no es natural. Ese nivel de diferencias demuestra que no está un escalón, sino como dos pisos, por encima de Pogacar. Cito los antecesores: Ugrumov, un corredor de la última camada salida del ejército soviético, con lo que eso implica, y Marco Pantani, que no necesita presentación, ni por el estilo de correr ni por los suplementos que usaba.
Es cierto que las condiciones son diferentes, pero eso mismo es lo que hace todo tan extraño. Cuando ocurren esas diferencias marcianas termina habiendo una explicación non sancta: el Tour 96 de Bjarne Riis, a través del dopaje masivo del Telekom; el dominio aplastante de Armstrong; el Contador de 2011 y el clembutador, y muchos otros ejemplos. En especial uno que mencionaré más adelante.
En la base del análisis científico está la expresión: “resultados extraordinarios requieren explicaciones extraordinarias”. Algunas son muy evidentes, como el minuto que perdió Laurent Fignon con Greg Lemond en el Tour 1989: el norteamericano llevaba barras de triatlón y casco aerodinámico que le permitían una posición más eficiente contra el viento que las manillas tradicionales y colita al viento del francés. Otras requieren una explicación mucho más compleja y que tal vez no se conozca.
Cuando Froome ganó luego de 80 kilómetros de fuga en solitario la etapa reina del Giro de Italia 2018, en Finestre, George Bennet preguntó en meta sarcásticamente al periodista si el británico de origen keniata “hizo un Landis”. Una etapa similar en el Tour 2006 terminó con una fuga aplastante de Floyd Landis, que sacó siete minutos al líder en un día con Aravis, Colombiére y Joux Plane. A los pocos meses se descubrió que iba hasta las narices de EPO, y ese tipo de dominio se atribuyó a la famosa droga de las tres letras. Si lo de Vingegaard es natural, que lo demuestre. Porque por ahora, la magnitud de su victoria huele como el arenque que solía destazar cuando todavía no sabía que era capaz de hacer algo que los más crédulos comparan con Anquetil o con Indurain. Yo no lo creo. Para mí, hizo un Landis.
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